HORAS JAPONESAS

Por Fosco Maraini

Traducción: José María Kokubu

Extraído de MARAINI Fosco, Ore giapponesi, Bari 1957, Leonardo da Vinci

¿Te gusta que zambullir enseguida verdadero Japón?

…aquí estamos en un kabayaki-ya, donde el plato principal consiste en anguila asada sobre arroz blanco, en salsa shôyu. Es además el kabayaki-ya más famoso y venerado de Tokyo: la entrada tiene un no sé qué de refinadamente agreste (si bien se encuentra en el centro de la metrópoli) como podría verse entre nosotros en una villa toscana. Una linterna de papel y de bambú revela sobre su flanco iluminado los dos caracteres del nombre, Miyagawa, escritos con impecable estilo: Palacio-Río, dos de los más armoniosos entre los ideogramas, por el equilibrio entre espacios vacíos y trazos de pincel.

Afuera de la empalizada de madera oscura, que delimita el breve espacio ocupado por el restaurante y por su jardín, hemos dejado una calle ruidosa donde aceleran los vehículos y chirrían los tranvías con infernal estrépito, pero aquí adentro hay tranquilidad y casi-silencio, penumbra de los sonidos; además, todo es pequeño, delicioso, refinado; toda materia que podría sugerir desagradables, violentas sensaciones está completamente excluida; quedan solamente la madera, el papel, unas vetustas piedras que se han vuelto lustrosas de tanto limpiarlas. El refinamiento japonés es el más exquisito que existe en el mundo, ya que los medios por los que se expresa son los más puros, humildes, naturales.

— Maraini-san, ¿Te gusta que zambullir enseguida verdadero Japón? — me dice Sachiko Bamba en su curioso italiano, con una sonrisa que no termina más.

Yoku kangaeta né (¡magnífica idea!)

Y nuestra conversación continúa así, a saltos, cada uno hablando la lengua del otro.

Apenas atravesado el pequeño portón de ingreso, nos encontramos en un jardín pequeñísimo, pero tan sabiamente irregular que parece que uno se podría perder entre arbustos y minúsculos pinos retorcidos. Los Pajarillos[1] avanzan en misión de reconocimiento, dando saltitos, gorjeando. A lo largo de los senderos da la entrada de seis o siete pequeñas cabañas-habitaciones, dispuestas como al azar, cada una pronta para un grupo de huéspedes. Las habitaciones están ligeramente elevadas, para entrar en ellas hay que quitarse los zapatos, el piso está cubierto con los tatami, las suaves esteras de paja lustrosa y regularísima. Tatamu significa en japonés envolver y, ciertamente, en épocas remotas los tatami eran simples tapetes que se desplegaban y se ponían por tierra; con el tiempo, sin embargo, se transformaron en una especie de colchón vegetal, luciente, limpio, perfumado; y fijado al suelo.

Es tarde, han quedado poquísimos clientes; veo solamente en una de las cabañas unos jóvenes que cantan alegremente. La jochû-san, la “señorita camarera” se acerca corriendo, nos conduce a un pabellón que está en el fondo del jardín. Nos quitamos los zapatos y nos acuclillamos para sentarnos.

— Maraini-san, ven aquí, siéntate en el lugar de honor.

— Pero no, Bamba-san, te toca a ti, te lo ruego.

¡Hay que retomar el hábito de los cumplidos! El sitio de honor en Japón está considerado de manera especial. Cada habitación tiene una pequeña alcoba llamada tokonoma, reservada para una o dos cosas bellas — una pintura, una poesía trazada en delicados jeroglíficos, una escultura antigua, un jarrón — y para algunas flores sabiamente dispuestas. Cuando el dueño o la dueña de casa son personas de gusto, todo está ligado por sutiles armonías; obra de arte y flores se completan entre sí, como las notas de un canto armonizado, muchas veces evocando o comentando cierto estado de ánimo o cierto acontecimiento: arribo, alegría, primavera, partida, amor, naturaleza, tristeza, montaña, felicitaciones, la infinita riqueza de las cosas del corazón y de los rostros del mundo. El lugar de honor es el que está delante del tokonoma; no de frente sino de espaldas; o sea, el lugar donde el huésped aparece a los otros comensales como enmarcado por la alcoba consagrada a lo Bello.

Después de una breve lucha de sonrisas y una danza de inclinaciones, debo rendirme y quedar enmarcado por la belleza. “Acabas de bajar del cielo — concluye Giorgio — no pretenderás ser tratado como los otros mortales”. A propósito de Giorgio; ahora lo puedo mirar mejor, no, no ha envejecido, aparte de algunos cabellos grises en las sienes, que por lo demás, le sientan bien; se ha vuelto más decidido en los movimientos, se siente en él una seguridad que antes no tenía. De tanto en tanto, retoma algunos gestos de estudioso (por ejemplo, la limpieza lenta y académica de los anteojos); ¿serán los mismos que impresionan a los ignorantes cuando deben concluir con él un negocio? Con la edad nos volvemos mejores directores de escena de nosotros mismos. Diez años, aproximadamente, que no nos vemos: los ánimos y sus motivos se han vuelto más transparentes que antes, al menos para mí. ¿Será así también para él, no? ¡Como está preñado lo no-dicho, una vez pasada la juventud! Es indudable que Giorgio ha sabido tomar grandes responsabilidades en la vida y sostenerlas. Se nota por la seguridad de los gestos que no admiten réplica; también en las pequeñas, humildes cosas, como ahora, por ejemplo: golpea las manos para llamar a la jochû-san “oi, oi, sake ni-hon motte koi, querríamos dos botellas de sake”… Las botellitas son traídas a la carrera, contienen menos de un cuarto de litro de un vino transparente de arroz, de unos dieciocho grados, que se bebe caliente en tacitas un poco más grandes que una cáscara de nuez.

Finalmente estamos instalados: todo es íntimo, recogido, de un exquisito refinamiento. Es dulce hablar de recuerdos con Giorgio y con los Pajarillos: de tantos años atrás, cuando estábamos en Kyoto e íbamos con Somi, Adriano Somigli, a beber extraños menjunjes amarillos en el antro de Noma, cantando poesías japonesas y coros de montaña. Noma, un gigante de alma fresca como una brizna de hierba, poeta y minero, alfarero y barquero, personificación de la locura Zen, del budismo más extremo, antilógica, antigeometría absoluta…

— ¿Y Somi qué hace? Dame noticias de él, le pido a Giorgio.

— Está bien, llega el fin de semana de Kyoto.

— ¿Y su endocosmos? ¿Siempre en ebullición? ¿Es cristiano o budista ahora?

— No tengo informaciones recientísimas. La última vez que vino a Tokyo estaba con los frailes.

— Significa poco…

— Ya, es cierto; no queda más que preguntárselo cuando venga; sabes, ahora estamos en caminos distintos, terminamos viéndonos por poco tiempo cuando pasa por Tokyo; bebemos algo juntos, hablamos de los hechos corrientes, cuanto mucho de algún libro aparecido recientemente; nunca hay tiempo para las cosas serias. Malditos negocios. Tres años más y luego me retiro. A Martina Franca, en Apulia; mi madre tiene un terreno por esos lados. Me refacciono un trullo [2]; ¡Qué fantástica una casa redonda! Como un útero. Terminar como se ha comenzado. Sabiduría ¿Qué me dices? O si no voy a Oxford. Querido mío, un asunto que, si lo concluyo, es maravilloso. Dono mi gran biblioteca oriental a la universidad y me hago nombrar curador. Una delicia, ¿qué me dices?…

Mientras hablamos sorbiendo el sake miro a mi alrededor. ¡Cuánta serenidad en estas cosas pequeñas, desnudas, limpias! No veo más que papel, paja, superficies lisas, suaves, genuinas; nada de barniz, nada que cubra la textura de las materias vegetales; y nada de metal. Silencio, cada tanto se siente el agradable rumor de los fusuma (las puertas livianísimas de madera y papel) que se abren y se cierran deslizándose. El canto alegre de los jóvenes ha cesado: acaso hemos quedado solos en la casa Palacio-Río.

Después de días y días de estrépito en el vientre de un avión, después de oficinas, aeropuertos, aduanas, hoteles, conversaciones en todas las lenguas y tempestades en todos los cielos, me parece estar viviendo un sueño.

Hiroshi Bamba me ayuda a traducir el escrito que campea en grandes ideogramas trazados con naturalidad sobre un estandarte colgado en el tokonoma (el escrito y una flor de cardo, no hay nada más en la alcoba; simplicidad exquisita). Son cuatro caracteres. Es difícil entenderlos a primera vista. Se leen Hoge Jaku, quizás la mejor traducción sea ésta: “Liberados del apego a las cosas inútiles”. Una máxima típicamente budista. ¡El cardo, flor áspera, humilde y fiera, no fue puesto por casualidad en el tokonoma!

Cuando terminamos de beber el sake (en Japón se bebe antes de comer, más que durante la comida, o después) llegaron las anguilas, dispuestas en filetes sobre el cándido arroz, en tres cajas rectangulares de laca negra. Liberamos los palillos de olorosa madera de pino de su envoltorio de papel y empezamos a comer.


[1] Por “Pajarillos”, haciendo un juego de palabras con el apellido, el autor hace alusión al matrimonio de Hiroshi y Sachiko Bamba. Los nombres terminados en ko son de mujer. N. del T.

[2] Construcción circular, común en Apulia.

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