HORAS JAPONESAS
Por Fosco Maraini
Traducción: José María Kokubu
Extraído de MARAINI Fosco, Ore giapponesi, Bari 1957, Leonardo da Vinci

¿También ella es japonesa?

Anoche, Giorgio y yo volvimos a casa tardísimo, después de acompañar a los Bamba. La cena de anguilas se había alargado; habíamos bebido nuevamente sake y estábamos en esa dichosa incertidumbre, respecto de la posición exacta de las coordenadas espaciales, que libera de las cadenas de la materia e invita a abrir el corazón.

—Cuando estaba Mineko —dijo Giorgio— nos parecía estar apretados aquí; ahora que ya no está, me parece una casa vastísima, ilimitada. ¡Qué belleza que has venido de verdad! Hasta hace pocos días creía que era una broma, sabes, tu viaje a Japón. Pero finalmente estás aquí en serio. Acomódate en esta habitación. Está siempre vacía. Ni se te ocurra ir a otro lado cuando estás en Tokyo, ¿entendiste?

Nos pusimos de acuerdo en que yo contribuiría al menos con los gastos de cocina, dado que por ahora comeré varias veces en casa. Estoy infinitamente agradecido a Giorgio por su hospitalidad. ¡Qué triste sería estar en un hotel, o deber alquilar una habitación! En cambio, así tengo enseguida la sensación de una “casa”, de estar en familia, si bien la mía verdadera está en la otra parte del mundo.

Apenas ordenadas las valijas fui llevado a ver al niño. Vi sólo un mechoncito entre los cobertores y un minúsculo puño cerrado sobre la almohada: Enrico-Nobuo dormía beatamente.

— Verás mañana — dijo Giorgio — que se parece un poco a mí y un poco a su madre. Pero, claro, tú no la conociste nunca. Algunas fotos de ella están allí, sobre el tansu (cómoda).

Después de examinar las fotos de Mineko (no bella, de verdad, pero una expresión inteligente, un poco orgullosa) volvimos a “mi” habitación, nos acuclillamos sobre los zabuton y retomamos la conversación. Giorgio estaba extremadamente locuaz (generalmente habla, sí, pero siempre alrededor de las cosas, no de las cosas; parece como si tuviera bien en mente el lema de Wilde “God gave words to man to hide his thoughts”). Pero anoche estaba distinto de lo habitual. Siguió recordando a Mineko: cómo la conoció, cómo vivieron juntos hasta que se dieron cuenta de que pronto nacería un hijo; después, el matrimonio, con oposición de la familia de ella, y tres años de vida en esta casa, no muy felices, parece, porque su carácter se volvía cada vez más áspero, finalmente la larga, horrible enfermedad, los doctores, los gastos, las deudas, la muerte de ella. Todo un “Via Crucis”. Y sin embargo es claro que Giorgio la amaba tiernamente, acaso apasionadamente; que está siempre apegadísimo a su memoria.

Amanecía. Fuimos a la cocina a hacernos una taza de café con leche. “Sabes —retomó Giorgio— no te impresiones si cada tanto no me ves aquí a la noche. Bueno, ¿entiendes? Duermo en Shibuya, a diez minutos de aquí con el auto”.

—¿También ella es japonesa?— pregunté, arriesgándome un poco a adivinar.

— Ya…, el destino… Encantan. Ni siquiera yo sé lo que tienen. Son deliciosas. La esencia de todo lo que es femenino en el universo. Bah, sabes lo que te digo, seguiremos mañana por la noche. Ciaociao, duerme bien. Déjate gobernar por Abe-san, verás que no dejará que te falte nada. Te mimará como a un hijo. Es buena, pero es una tortura. Es la patrona ella, aquí. Adora a Enrico; para Enrico es una segunda mamá. ¡Si no fuera por eso! Cada dos o tres meses decido licenciarla; ¿pero cómo se hace? Me sentiría un monstruo, con lo mucho que lo quiere a Enrico. Ciao.

Presa de una furia inesperada, desapareció. Afuera palidecían las últimas estrellas.

Esta mañana me desperté tarde, con un sutil rayo de sol sobre los ojos en una habitación oscura. Los viajes aéreos cansan los nervios y uno se da cuenta sólo después de deber pagar las imprevistas cuentas del cansancio. Abe-san vino a abrir los amado, las puertas de madera que cierran por el exterior la casa japonesa durante la noche, y me trajo una taza de té. “O-furo-ga dekita yo, el honorable baño está listo”, dijo, luego se arrodilló al lado de mis futon (los edredones entre los que se duerme) y abrió fuego con una hilera de preguntas sobre mi salud, sobre el viaje, sobre mi familia en Italia, y así siguiendo. Todo eso forma parte de la gentileza japonesa; las preguntas que entre nosotros se evitan porque parecen fruto de una curiosidad inoportuna (¿cuántos años tiene? ¿le desagrada no tener hijos varones?) son en Japón muy normales y demuestran el interés deferente del interrogante respecto del interrogado. La etiqueta, por lo demás, no exige para nada una respuesta precisa. Típico es el ejemplo de la pregunta “¿adónde va?”, que se formula casi siempre a quien se encuentra en la calle; a la que se puede perfectamente responder “eh, chotto… (bah, así, por allá…)” salvando todas las exigencias de la forma.

Abe-san (todos en Japón son san, o sea, señor, señora, señorita) parece tener más o menos treinta años; no es fea pero está desprovista en la manera más absoluta de lo que en tiempos autárquicos debía llamarse sessappello (sex-appeal). Me dice enseguida que por muchos años fue la “directora de casa” de la señora Mineko, que la señora Mineko la quería mucho, que la señora Mineko era la perfección en todo, que la señora Mineko le encargó, muriendo, al niño, y que ella no lo dejará por nada del mundo. “Ahora Nobuo está en la escuela pero volverá a las tres y media” (hay que notar que lo llama por el nombre japonés, no con el italiano). Abe-san debe ser una buenísima dueña de casa. Basta con mirar alrededor para darse cuenta de que todo se desliza como un cronómetro; jamás una mota de polvo que se pose impunemente sobre la menor superficie, jamás un objeto fuera de lugar. Todas las funciones de esta vida deben estar regladas como un rito. Y sin embargo falta calor en esta casa. En Abe-san hay como una hostilidad concentrada. ¿Contra quién? ¿Contra qué?

Después de un último bostezo y un último desperezo, me levanto, me cubro con un yukata (un liviano kimono de algodón) y voy al baño. ¡Qué delicia, de nuevo el baño a la japonesa! He aquí uno de los tantos elementos en que los hábitos nipónicos son infinitamente superiores a los nuestros. En tanto, primer punto, la sala de baño no es —como con demasiada frecuencia ocurre entre nosotros— un lugar frío, con objetos de metal, con paredes revestidas de porcelana o de mármol, que contiene una bañera, sino que puede decirse una extensión de la bañera misma y, dentro de lo posible, revestido de madera, sustancia afectuosa, cordial, reposante, perfumada. También la bañera es generalmente de madera (que al calentarse emana un exquisito olor de conífera, de bosque); Dentro de ella se está sentado, no recostado; es como una minúscula piscina. ¡Parece imposible que un detalle de tan poca importancia haga tanta diferencia! ¿Hay acaso razones fisiológicas por las que estar recostados en el agua caliente, o estar sentados, tiene un efecto distinto en la circulación, y por ende en el bienestar general? El hecho es que a la casi totalidad de los occidentales en oriente, el baño japonés les gusta infinitamente más que el europeo. Se sale de él refrescado, reposado, sereno, en paz con el mundo.

Por lo demás, es bueno recordar el espíritu totalmente distinto con que en Japón se afronta este humilde episodio de la vida cotidiana. En occidente, el baño, después de casi dos milenios de guerra por parte de las varias iglesias, se había reducido —poco antes de la época contemporánea— a su mísero aspecto higiénico y médico; servía para desincrustar el cuerpo de las suciedades, cuando los efluvios se volvían un peligro para las narices de los vecinos, y servía para curar ciertas afecciones. ¿Me equivoco si pienso que el estar recostado en el baño, como se usa en occidente, dependió en su origen de la función médica de la misma operación? Es cierto que desde hace casi un siglo se está reaccionando contra ciertos prejuicios pero, igual, las cosas en estos campos cambian de manera muy lenta. Hoy el baño recupera importancia en nuestra vida, pero como concesión apenas tolerada, como desafío a profundas actitudes emotivas; se lo circunda de cerraduras, de vidrios opacados y se está siempre pronto a esconderlo en el ángulo menos soleado, menos riente de la casa. El cuarto de baño, todavía ahora, está diseñado con la idea de que se entre en él vestido, quitándose la ropa sólo por el breve tiempo necesario para meterse en una especie de ataúd de porcelana o de metal, para cocerse en un caldo de jabón.

En Japón, en cambio, el cuarto de baño es un lugar que invita, que acoge, donde sería de mal gusto apurarse, esconderse, inhibir en cualquier modo el disolverse, reposando, de toda tensión. El calentamiento del agua se realiza con procedimientos simples e ingeniosos; se trata como mucho de una pequeña estufa que, en las casas de la burguesía, está en un lugar adyacente al cuarto de baño, mientras que, en las casas más modestas o directamente pobres, está en parte dentro de la bañera misma. Finalmente, el cuarto está hecho de modo que el agua se cuele fácilmente por el piso; así, uno se lava afuera de la bañera, sirviéndose de un cubo o un cuenco para verter el agua caliente sobre los hombros, sobre la cabeza, para enjuagarse libremente, fragorosamente, “sin miedo de mojar los muebles”, de modo que todas las impurezas huyan con la espuma del jabón. Entonces, perfectamente limpio, uno se mete en el baño propiamente dicho para calentarse, distender los nervios, meditar, cantar, acaso para retomar la conversación con los que están en las estancias vecinas, a través de las delgadas paredes.

Una cosa que escandaliza siempre —y con justicia— a los japoneses es nuestra costumbre de unir baño y gabinete en una misma habitación. ¡Al lado del cubo en que uno se lava, he aquí el receptáculo sobre el que uno se sienta para liberar las vísceras de los excrementos! Es otro testimonio del punto de vista puramente corporal, higiénico, médico, con que consideramos la función del baño. En Japón, el gabinete está siempre separado del baño; no existe jamás nuestra deplorable confusión de esferas esencialmente diversas. En Japón, el baño nace de la purificación ritual, por ende, es un acto positivo, de alegría, una parte del reposo con que el hombre se rehace de las fatigas del trabajo, parte importante, santificada, como el sueño o las comidas; para nosotros, en cambio, el baño está justificado únicamente por la preocupación médica de des-ensuciarse, es una función que toda la civilización occidental post-clásica habría de minimizar. Para los japoneses, el baño lleva a la pureza, para nosotros, nos libera de la suciedad: y las acciones se entienden más bien en el cuadro de sus fines que en la modalidad de su desenvolvimiento.

Característico, por ejemplo, es el hecho de que entre nosotros no existe un momento del día consagrado al baño, un momento igual para todos, definido por el uso; se lo toma generalmente de prisa, o a la mañana o a la noche, y muchísimas personas no tocan el agua más que una vez cada tanto. “Está en el baño” parece casi deberse acompañar con la expresión “perdónenlo, pobre”. Nuestros usos alimentarios, que se remontan a decenas de generaciones hacia atrás, son, bien por el contrario, fijos y universales. Porque para que los hábitos se vuelvan parte integral de una cultura, hacen falta seis, siete, ocho generaciones; en occidente, el baño difundido entre todas las clases es aún un hecho que pertenece al futuro, y en la burguesía no hay más que dos, tres, al máximo cuatro generaciones de vida. En Japón, en cambio, las horas que van entre las cinco y las seis de la tarde están sacrosantamente dedicadas al baño, por parte de todos;  como sucedía por otra parte en la Grecia antigua y en Roma.

Uno regresa a casa, se lava con comodidad y serenidad, se cambia, vistiendo las amplias ropas orientales de bellos pliegues; luego, finalmente, se cena. Y esto, tanto entre ricos como entre pobres. En mis largos viajes por el Japón, he visto casas de toda posible condición; hasta las chozas más míseras de campesinos o de obreros tenían su o-furo, su honorable baño. Acaso un cacerolón donde lavarse, como mucho. Pero nada…, jamás.

El sistema japonés de baño (inmersión final en la bañera, con el cuerpo totalmente limpio) tiene por último otra gran ventaja: permite que toda la familia usufructúe la misma agua caliente, con enorme ahorro económico. En general, primero entra en la bañera el dueño de casa, después la mujer con los niños pequeños, finalmente les toca a los hijos; seguidos por la gente de servicio. El baño es también una ocasión social. No hablo de los innumerables baños públicos que alrededor de las cinco de la tarde constituyen lo que, en horas diversas, son entre nosotros el café, el bar o (en la Italia meridional) el salón; sino que recuerdo que también en la casa, entre personas del mismo sexo y aproximadamente de la misma edad, es usual lavarse en la misma habitación, conversando de esto y de lo otro, dando a esta función diaria el tono de ágape fraterno que pueden tener las comidas.

Naturalmente no es necesario olvidar que está sobreentendida una actitud hacia el desnudo diferente de la nuestra; una actitud más sana, más serena, menos morbosa. Pero sobre esto me prometo volver más adelante. Diré solamente que mientras que para nosotros (como civilización occidental) el desnudo en la vida despierta generalmente respuestas emotivas pertenecientes a la esfera del sexo, en Japón se lo acepta sin tantas complicaciones.

Salido del baño, volví a mi cuarto. ¡Qué nido delicioso, esta casa! Un pequeño pabellón de madera y papel, con el techo de brillantes tejas casi negras, entre jardines y árboles, al pie de una colina: como en las antiguas pinturas chinas. Debían ser muy felices aquí Giorgio y Mineko. ¿Pero por qué Giorgio no vuelve a gozar de esta paz? Ella ha muerto hace ya un año. ¿Qué necesidad hay de hacerse el noctámbulo clandestino por los barrios de Tokyo? Es viudo, que se vuelva a casar. ¡Cuánta necesidad de amor tiene este lugar, de una mujer que lo caliente con su presencia! La disposición de las habitaciones alrededor del pequeño jardín se adivina de manera perfecta. La casa está toda extendida hacia fuera, hacia la naturaleza. No existen aquí los límites inexorables de la casa occidental, que parece decir: tú, naturaleza, serás bella pero quédate allá; yo protejo al hombre que habita aquí, dentro de mí; entre él y tú están mis sólidos muros, y también las ventanas y las puertas tienen válidas cerraduras, potentes barras. Aquí no: con la estación buena, las puertas externas (amado), y las más internas de madera y papel (shôji), se pueden quitar del todo y la estancia entonces se abre a las hojas, las flores, los árboles que la circundan.

Parece que uno se encontrara en una ermita, lejos de todo; y sin embargo, estamos muy próximos al centro de Tokyo. El ruido de los vehículos llega apenas, atenuado por la afortunada disposición de las pequeñas colinas circundantes. Tokyo no es sólo una de las ciudades más populosas del mundo, es también una de las más extendidas. Entre los suburbios extremos de Kawasaki y Kawaguchi hay más de treinta kilómetros (en Roma, entre Tor di Quinto y Tor Marancia, apenas diez); esto porque los japoneses, si bien aceptan trabajar en cajitas de cemento de muchos pisos, sabiamente no aceptan vivir en ellas.

El jardín que tengo delante de mí es típico de miles de otros; sin embargo ¡qué refinado es! ¿Entre nosotros qué haríamos si tuviéramos un patiecito a disposición y los medios para crear en él un jardín? Como primera cosa, inundaríamos el espacio de geometría. Aquí una callejuela, allá un cantero, allá un banco o una fuente, luego jarrones, re-jarrones y extra-jarrones por todos lados, hasta que cada centímetro esté construido, todo elemento regimentado. En cambio aquí el arquitecto y el jardinero tienen a menudo tanta energía como tiempo para alcanzar fines diametralmente opuestos. A primera vista, uno tiene la impresión de encontrarse en el claro de un bosque, qué sé yo, en uno de esos embrujados claustros, todos luz y sol, que se abren sobre el breve espacio entre setos y arbustos, en los tomboli [1] de nuestras costas tirrenas y adriáticas. Después te das cuenta de que la obra del hombre está ¡y cómo!, pero el ideal del artista fue el de recrear la naturaleza con exquisitez y simplicidad, sin hacerse ni ver ni recordar. No hay reglas, geometrías; o bien sí, hay una geometría íntima, infinitamente no-euclideana y sutil, una armonía secreta que el ánimo, para consternación de la mente, advierte enseguida. Todo es irregular; la forma del pradecillo central verde y suave como el pelaje misterioso de un monstruo marino, la forma de los bloques chatos de granito, amorosamente traídos de un lecho de torrente montañoso, alisados por las caricias de las ondas y de los milenios, la disposición de las azaleas, de los jazmines, de las gardenias, de todos los arbustos que suben poco a poco hacia los pinos y los arces, a quienes se confía el deber de esconder el muro perimetral, las casas adyacentes, y de enmarcar el cielo. Y sin embargo, la armonía del conjunto impacta inmediatamente. Es una obra humilde, refinada, civil.

En el interior, la casa de Giorgio es casi del todo japonesa. En todas las habitaciones hay tatami. En la mía que, en los tiempos de Mineko, debía ser el salón de estar, hay un buen tokonomacon un jarrón coreano antiguo y una vista de montañas que se elevan sobre un bosque de bambú. Hay también libros escritos por Mineko y algunas de las muchas revistas con las que ella contribuía con artículos y cuentos. Concesión especial al occidente son una mesa y una silla para trabajar; y esto, confieso, me da gusto, con todo el amor que tengo por las cosas de oriente, nunca he logrado escribir o leer por largo tiempo estando acuclillado. Los muebles y los accesorios domésticos, además de los muchos objetos de arte de la colección de Giorgio están, como se usa, guardados en armarios en la pared. Simplicidad, pureza, elegancia, un ligero toque de ascetismo, he aquí la casa japonesa, ella es la expresión viviente, desde hace siglos, de muchísimas ideas que nosotros consideramos como apenas descubiertas, cosas casi del futuro[2].

— ¿Desea algo de comer? — vino Abe-san a preguntarme — son ya las doce y media.

—    Sí, gracias, ordena unos sushi y fruta.

—    Enseguida llamo por teléfono.

—    ¿Y el danna-san (el señor patrón) cuándo regresa, generalmente?

Abe-san, que estaba alejándose, se detuvo de golpe.

— No tengo la más mínima idea. Ése viene, va, entra, sale, es el patrón él, ¿no? Pregúntele a él, que es su amigo. Yo no sé nada de nada.

Apenas formulada la pregunta, me di cuenta de mi error; pero ya era como si hubiera lanzado una piedra, no podía más que permanecer quieto, rogando a los dioses que no fuera a romper algún vidrio. Pero el vidrio se rompió. Ciertamente debía haberlo pensado antes. Ahora todo me parece claro. Abe-san adora al pequeño pero odia a Giorgio. Son celos indirectos, emparentados, en representación de la patrona. Quería ver a Giorgio tranquilo, aquí en casa, viviendo de recuerdos; y en cambio se va a escondidas bien en el medio de la noche. O acaso, también más probable, Abe-san se imaginaba una vez que Giorgio debía casarse con ella después de la muerte de Mineko. ¿No había sido Abe-san quien cuidó a la pobre señora enferma hasta lo último? ¿No fue ella quien le cerró los ojos? ¿No era a ella que la señora Mineko había recomendado el pequeño? En Japón se tiene tradicionalmente una idea tan casera del matrimonio, especialmente del matrimonio de un viudo, que no habría habido nada de extraño desde el punto de vista de Abe-san en todo esto. Giorgio, en cambio, había seguido tratándola como una normal gobernanta; y ella se había vuelto histérica.

 


[1] En Italia, cordón arenoso que une una isla con la tierra firme: serie de dunas puestas en proximidad de un delta fluvial.

[2] “Todos esos elementos en el diseño de la casa moderna por los que nosotros los arquitectos hemos luchado —la estrecha correlación entre exterior e interior, las divisiones corredizas entre las habitaciones, y otras cosas más— helas aquí en la casa japonesa”. GROUPIUS W. Entrevista del Asahi Evening News, Tokyo, 16 de junio de 1954.

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