Pequeño capítulo sobre los dragones [1]
Por Fosco Maraini
Traducción: José María Kokubu Munzón

Los dragones son viejos conocidos, tanto en Asia como en Europa. Acaso hayan tenido un origen único y común en los naga de la India, divinidades de las aguas con forma de serpiente, de las que hay una bellísima representación en los bajorrelieves de Māmallapuram. Como quiera que haya sido ─cosa que los arqueólogos querrán comprobar algún día─ nada podría ser más diverso de la personalidad del dragón europeo que la que distingue al dragón en el Extremo Oriente.

En Europa hubo dragones griegos, dragones romanos, y también los dragones diabólicos del Medioevo, fieras que tuvieron larga y honorable vida antes de verse reducidas a una mísera sobrevivencia en los escudos de armas, en los sellos y entre las marcas de fábrica de ciertos productos. Sin embargo, todos tienen en común un carácter profundamente maléfico, que por otra parte pertenece también a los basiliscos, a las quimeras, a las hidras, a las gorgonas, a las cencreas. Si en un primer tiempo los dragones fueron custodios del vellocino de oro, de los jardines de las hespérides, de la fuente de Castalia; si en un segundo tiempo aparecieron entre las visiones del Apocalipsis, haciendo caer un tercio de las estrellas del cielo con la cola, amenazando con devorar infantes paridos por mujeres celestes, convocando del mar bestias con diez cuernos y siete cabezas, vomitando monstruos inmundos similares a las ranas; en el Medioevo ellos se aliaron al demonio o directamente se volvieron su manifestación, engañando a purísimos caballeros con gritos atroces o suaves cantos e interponiéndose entre ellos y la conquista de la virtud, a menudo personificada por una princesa de maravillosa belleza. Perseo, San Jorge, Sigfrido repiten a través de los siglos un constante motivo en el culto occidental del héroe.

Los dragones fueron tomados en serio hasta tiempos nada lejanos. Ulises Aldrovandi (1522 -1605) trata a lo largo de unas buenas cincuenta y nueve páginas de su Serpentum et Draconum “seres humanos de nombre Draco, monstruos marinos, tarántulas, plantas, árboles, estrellas, diablos, mercurio, montañas, trampas, fístulas, sirenas, hidras, serpientes, ballenas, leviatanes, fósiles, jeroglíficos e incluso un avión primitivo llamado dragón” [2]. Agrega que también es posible, para quien no tenga escrúpulos, forjarse un dragón verdadero con un trabajo de cirugía plástica operado sobre el cadáver de una raza gigante. Estamos siempre en el reino diabólico de las brujas, entre el Sabbat y la misa negra. Todavía en 1651 M. A. Sanseverino, en su docto tratado De viperae natura, veneno, medicina…, representa en dibujos precisos al dragón y al basilisco. Los últimos dragones fueron estudiados por J. Scheuchzer a caballo entre el mito y la ciencia, en los Alpes, hacia principios del siglo VIII [3].

En oriente, el dragón tiene una naturaleza compleja. Fundamental es su parentesco con el agua, con la que están ligados la agricultura, el bienestar de los animales, la vida misma del hombre. Ahora bien, ocurre que el agua no cae solamente en lluvias tranquilas sino que, a menudo ─justo cuando más se la necesita─ hela aquí llegar en tempestades y tifones, con saetas y agitación de vientos, a la que siguen a veces horribles desastres. Al agua está igualmente ligada la riqueza de los tráficos marinos, pero aquí también la superficie pacífica de las olas puede inesperadamente sublevarse en temibles tormentas. El carácter de los dragones de oriente es pues como una imagen del agua en sus manifestaciones cósmicas: los dragones son terribles, poderosos, quisquillosos y orgullosos, muchas veces incomprensibles, a veces burlones, pero en el fondo son también benéficos y buenos. Aman al hombre y, si éste los sabe tratar adecuadamente, lo protegen.

Los dragones de oriente formaron su personalidad sobre todo en China y mostraron un amor constante, un profundo apego, por esa tierra. Es allí, entonces, donde conviene estudiarlos en todo su complejo esplendor [4]. Desde los tiempos más remotos el dragón fue llamado “Padre de la Felicidad”, “Rey de la Creación Animal”. En muchos lugares le son dedicados templos y bosques sagrados. Los dragones están presentes en todos lados, generalmente invisibles; ellos influencian y dirigen los asuntos de los hombres; su sede está mayormente en las aguas pero algunos viven también en los montes (y son, al parecer, los malvados). El dragón (龍) está considerado como el príncipe de los Cuatro Animales Espirituales: el Ling (en japonés, Kirin 麒麟) una suerte de Caballo-jirafa-unicornio, el Feng (en japonés, Hō 鳳) un pájaro fabuloso pariente del Fénix, y el Kuei (en japonés, Kame 龜) la tortuga. El dragón es el numen tutelar de las Cinco Regiones (los cuatro puntos cardinales, más el centro) y el guardián de los Cinco Lagos y de los Cuatro Océanos (o sea de todas las aguas).

Los autores chinos han puesto muchas veces en claro que los dragones no son divinidades sino animales de extraordinario poder, que deben ser clasificados con precisión dentro de los reptiles escamados. Describen minuciosamente su aspecto como si se tratara de conejos o de coliflores. El dragón tiene la cabeza de un caballo, el cuerpo y la cola de una serpiente con alas, tiene cuatro patas. Algunos especialistas en dragonología hablan también de las llamadas Nueve Semejanzas: los cuernos del ciervo, el hocico del camello, los ojos de diablo, el cuello de una serpiente, el abdomen como una inmensa conchilla, las escamas de carpa, las garras de águila, las plantas de los pies de tigre, las orejas de toro; algunas especies, sin embargo, no poseen orejas y se supone que oyen por medio de los cuernos. Ciertos archi-dragones llevan, al parecer, sobre su frente la llamada Perla de la Potencialidad, una especie de huevo en el que están unidos en síntesis y transustanciados los dos principios fundamentales de la ciencia china, el yin y el yang, el primero, femenino, negativo, nocturno, húmedo e inmóvil; el otro, masculino, positivo, diurno, seco y móvil. Lo bueno es, agregan los expertos, que si el dragón extravía la perla ve disminuir su poder. Principio del que se han valido, al parecer, algunos cazadores de dragones.

También estamos muy informados respecto de las costumbres de los dragones. La regla general parece ser ésta: en primavera suben a la superficie, de sus reinos en las profundidades de las aguas, y se preparan para actuar. El trueno los despierta; entonces, como presa de un repentino furor se precipitan sobre las nubes, las comprimen con su gran peso y exprimen de ellas la lluvia. El rey de los dragones habita en los abismos marinos, donde tiene un maravilloso palacio protegido por la fauna de las ondas. De estos reyes de los dragones, según varios clásicos, existen cuatro, ocho o diez, no hay certeza. Otra fuente divide a todos los dragones en cuatro categorías: los celestes, que sirven de guardianes de los dioses, los espirituales, que vigilan benéficamente a los hombres, los terrestres, que viven en las aguas y en los montes y los que, finalmente, hacen guardia a los tesoros escondidos y que son de veras peligrosísimos.

Se habla a veces de luchas entre los dragones que después desaparecen misteriosamente dejando detrás sólo una curiosa espuma fertilizante. Hay ignotos duelos entre dragones masculinos y femeninos, que ocurren mayormente cerca de las confluencias de los ríos. Y es aquí que el culto a las aguas se transmuta insensiblemente en un culto a la fertilidad, conectándose a las antiguas fiestas orgiásticas, a bacanales campesinas en el fondo de la noche.

Los dragones fueron además muy buscados en calidad de antepasados. La primera dinastía china, la de los Hsia [o Xia, 夏朝], tenía verdaderos dragones como propios ancestros. Una rama de esa familia imperial gozaba del privilegio de criar dragones y hacer cruzas con ellos, de hacerlos vivir domésticos y felices. Al parecer, un soberano Hsia se alimentaba de carne de dragón para hacer próspero el reino. Más tarde, el dragón devino en símbolo e insignia del poder imperial mismo. Recuérdese, por cierto, que el verdadero dragón imperial chino tiene las patas con cinco garras, mientras que los simples dragones de todos los días poseen sólo cuatro. Tan profundamente fue sentida la cercanía espiritual entre hombres y dragones, en esa grande e imaginativa civilización, que ningún viviente podía aspirar loa mayor que la de oírse llamar “dragón”. Se llegó a decir, con una comparación un poco barroca, que un buen escritor mueve el pincel (en oriente se escribe con el pincel) como un dragón agita la cola.

Las historias de dragones son tantas que haría falta un volumen entero para contarlas. Todas ellas demuestran, si fuese necesario, la gallarda fantasía de su conducta, la arisca bondad de su índole, la sombría susceptibilidad de carácter que distinguen a los dragones. Ya he recordado la historia del dragón del monte Taipo que no hacía llover porque había sido nombrado conde en lugar de duque. Otro famoso dragón en el Kiangsu se enamoró de una campesina: un día ella dio a luz a una extraña masa carnosa, que bien pronto se transformó en un dragón blanco. Acompañado de relámpagos, de truenos y de borrascas aterradoras, la misteriosa bestia comenzó a volar y terminó desapareciendo en las alturas del cielo. Hasta hace pocos años, se dice, en el décimo octavo día de la tercera luna, multitudes de peregrinos visitaban el templo dedicado al Dragón Blanco, que descendía justo ese día para visitar la tumba de su pequeña madre. Está también la historia del príncipe que, convertido en dragón, hizo ganar una famosa batalla contra los mongoles lanzando sobre sus enemigos nubes de abejas enfurecidas; por eso fue elevado a un altísimo rango de la corte y llamado Rey Dragón de Oro Número Cuatro.

No hablo de las infinitas formas que los dragones toman en el arte, sería demasiado largo. Según Williams [5], el uso chino enumera nueve tipos, con nueve nombres distintos: 1) los que están grabados sobre las campanas, para recordar cómo el dragón ruge aterradoramente cuando es atacado por una ballena, su tradicional gran enemigo, 2) los que se representan en ciertos instrumentos musicales, porque los dragones aman la música, 3) los que aparecen en las lápidas, porque los dragones han siempre demostrado fino gusto por la literatura, 4) los que decoran las piedras angulares de los cimientos, en los monumentos de piedra, porque los dragones soportan pesos enormes, 5) los que se asoman desde los altos techos de los templos, como símbolo del amor que tienen los dragones por el peligro, 6) los que protegen los puentes, porque ellos prefieren, como se sabe, las aguas, 7) los que suelen acompañar el trono de Buda, dado que a los dragones les gusta reposar, 8) los que adornan la empuñadura de los sables, para indicar la naturaleza guerrera de los dragones, 9) los que, finalmente, se ven en la entrada de las prisiones, para significar que los dragones, a pesar de toda la sabiduría y fineza que llevan en la sangre, luchan y se retan a duelo ferozmente entre ellos como jovenzuelos sinvergüenzas.


[1] MARAINI Fosco, Ore Giapponesi, Milano 2000, Casa Editrice Corbaccio, págs. 205-208.
[2] WHITE T. H., The Book of Beasts, being a translation From a Latin Bestiary of the Twelfth Century, London 1954, p. 165. Ver también: BALTRUSAITIS J., Le moyen âge fantastique, Paris 1955, cap. V.
[3] SCHEUCHZER J., Itinera per helveticas alpinas regiones, Leyden, 1723.
[4] WERNER E. T. C., A Dictionary of Chinese Mythology, Shanghai 1932, p. 285.
[5] WILLIAMS M., Buddhism, London 1890.

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