HORAS JAPONESAS
Por Fosco Maraini
Traducción: José María Kokubu
Extraído de MARAINI Fosco, Ore giapponesi, Bari 1957, Leonardo da Vinci

 

Omaiko san (aprendices de geisha)

Kyoto, sensualidad, metafísica y bosques
Buda y briznas de hierba en el jardín del Dragón Celestial

Desde que hace ya muchos años visité Kyoto por primera vez, me di cuenta de que si los templos de la confesión Shingon fascinaban por un cierto halo de misterio –que se hacía más sugerente en la penumbra de sus capillas donde era fácil revivir los miedos y voluptuosidades de los lha-khang (“moradas de los dioses”) tibetanos– y de que si los templos de la confesión Tendai llamaban la atención por su solemnidad severa, mientras que los del más reciente amidismo impresionaban por magnificencias casi siempre inmunes de vulgaridad,  los templos donde uno quedaba seriamente inundado por la revelación de una purísima belleza pertenecían al budismo Zen, o habían de algún modo recibido su influjo.

Generalmente eran templos vastísimos. Y aquí debería usar más bien la palabra monasterio; templo (tera, ji) indica de hecho en la lengua japonesa –como el lector habrá ya notado– todo un complejo de construcciones que comprenden (en el caso del Zen): un gran portal de ingreso (sanmon), la capilla de los Budas o templo propiamente dicho (butsuden), el aula de las predicaciones (hattô), la sala de las meditaciones (zendô), la residencia para el abad, el refectorio, el baño. En el caso de las confesiones más antiguas no faltan generalmente una o dos pagodas, una baja torre-campanario, una tesorería, una biblioteca, y hay capillas y pabellones dedicados a Celestes Personajes de variada naturaleza. Del templo forman parte también los jardines, las calles, el parque que une los variados elementos dándoles su unidad de organismo, no sólo administrativo y eclesiástico, sino estético.

El jardín del templo de Tenryû-ji (Templo del Dragón Celestial)

En los monasterios Zen este fundirse de la naturaleza y la obra del hombre alcanza constantemente los vértices de la perfección. Quedándose solamente en el ámbito de Kyoto, bastaría dar los nombres del Nanzen-ji o del Tofuku-ji, escondidos entre los pinos a los pies del monte de Levante (Higashiyama), o el del Shokoku-ji, del Daitoku-ji, del Myoshin-ji a los márgenes de la antigua capital, entre septentrión y poniente, cada uno de los cuales es como una pequeña ciudad donde uno se puede perder a lo largo de las calles tortuosas; limitadas por muros con hierbas, musgos, flores salvajes: cada tanto, una portezuela, el sonido de una campanilla, la voz de algún invisible personaje que lee rítmicamente, escandiendo un texto. Son ciudades que esconden maravillosos tesoros de arte a los que se llega, descalzos, después de largos paseos por corredores y verandas, descubriendo al tiempo insospechados jardines, ora alcobas de piedras y de hojas, ora vastos parques: si es primavera habrá glicinas o cerezos en flor, si es en cambio otoño, cada tanto un momiji, en las otras estaciones dominarán los pinos, verdes todo el año, fuertes, con una nudosidad vetusta también en la juventud, jugosos de un vigor adolescente también en la vejez.

Momiji (arces rojos) en los jardines del Tenryû-ji (Templo del Dragón Celestial)

Hoy fuimos al Tenryû-ji, al Templo del Dragón Celestial, a algunos kilómetros del centro de la ciudad, a los pies de los montes del Poniente, cerca de Arashi-Yama. Más tarde, el cielo se aclaró y salió un sol franco, pero enseguida, cuando llegamos al templo, el cielo tenía la cualidad de madreperla que le dan ciertos altísimos velos de las nubes en otoño; la luz desciende entonces igual y silenciosa sobre el paisaje, reavivando de manera extraordinaria –si uno presta atención por algún instante– sus colores. Desde el ingreso al parque, señalado por el antiguo y solemne portal, notamos con gritos de entusiasmo la belleza de los momiji, cuyas hojas en llamas, de todos los rojos imaginables, se mezclaban con las agujas verdísimas de los pinos. Sobre la derecha se presentaba una larga fila de templos menores, cada uno con su jardín y su habitación. Alguna mujer de edad, con un ancho sombrero cónico de paja en la cabeza, estaba barriendo las hojas caídas; por lo demás, nadie. En cuanto al silencio, éste habría dominado en paz los valles si no lo hubiese lacerado penosamente y de continuo un altoparlante, lejano pero fortísimo, que transmitía horribles canciones del estilo nippo-jazz. Delante de nosotros están las estructuras centrales del monasterio construidas en ese estilo característico de la época Muromachi, con paredes blancas donde se dibuja, en trocos de oscuro leño, el armazón fundamental de la casa. El efecto es curiosamente parecido al de la arquitectura espontánea inglesa de tipo half-timbered, o alemana, de tipo Fachwerk.

Se suben unas gradas y aquí está la verdadera entrada. Los detalles del lugar –la grava del parque, la madera de las paredes, el revoque, los árboles en su podadura, hasta las manchas de musgo aquí y allá donde favorece la sombra– revelan un cuidado afectuoso y constante, guiado por un gusto exquisito que tiende a la perfección sustancial. Enemigo número uno: el ornato inútil, lo bello fingido y pegajoso, todo lo que es vulgarmente brillante. Amigos, en cambio, las palas y los rastrillos, todo lo que sugiere trabajos humildes y útiles entorno a las plantas, cercanos a la tierra, que conciernen a la esencia de las cosas. Uno de los puntos que distinguen la filosofía Zen – como veremos dentro de poco– es justamente eso, que la vida del espíritu debe conformar una unidad con la vida de todos los días. Por eso, no es extraño encontrar un abad o un renombrado teólogo (pido perdón por esta impropia expresión) que desmaleza, que barniza, que poda, que talla frascos para calentar el agua de la cocina o que está sobre el techo reparando tejas rotas por una tempestad en la noche. “Si no se trabaja, no se come” fue regla de cenobio desde los tiempos del patriarca chino Pai-chang (en japonés, Hyakujô; 720-814).

Monjes de la Escuela Rinzai

Esta mañana no encontramos teólogos ocupados en trabajos domésticos ni abades jardineros, nos quedamos en cambio un buen rato a la entrada repitiendo “¡Gomen kudasai, gomen kudasai! ¡Permiso, permiso!”. Después de un rato apareció un fraile magro y altísimo, quien nos miró por encima de las lentes de sus anteojos, saludándonos con el aire un poco fastidiado de quien considera a los extranjeros incapaces de comprender las finezas de la belleza oriental. Nos quitamos los zapatos en silencio, calzándonos luego unas pantuflas, y pasamos al templo propiamente dicho que da sobre el jardín. Entretanto, había salido el sol y comenzamos a filmar, buscando de arrancar con la imagen algo de la magia que nos circundaba. Al principio, el magro fraile nos siguió, murmurando, luego, viendo que elegíamos puntos de vista consonantes con sus gustos esotéricos, se le dio por protegernos y nos transformamos en los reyes del Dragón Celeste. Se nos fue concedido de ir, venir, subir, atravesar en absoluta libertad. Naturalmente hicimos de todo para no dañar el jardín.

Puerta principal del Tenryû-ji (Templo del Dragón Celestial)

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